Hasta el 20 de octubre.
Ángel Cammen
La obra de Cammen es atmósfera e instante, y más precisamente, es la recreación de la atmósfera de un instante personal. Con gravedad balthusiana, su iconografía vuelve al retrato y al autorretrato en su acepción más básica, como introspectiva psicología que, al revelar y construir al personaje, se construye a sí mismo, atravesando los brillos seductores y banales del reflejo narcisista de una selfi. Sus cuadros son episodios en los que la conexión misteriosa con una vivencia le permiten congelar su carácter narrativo y trascender las fronteras de un simple acto vindicatorio.
Ya que trata sobre la identidad, el discurso LGBTQ+ se refiere necesariamente al Yo en tanto unicidad y relatividad de uno mismo, con la consecuente deriva narcisista en la que nuestra imagen ocupa y desborda el centro de la escena en que todos observamos y somos observados. Sin embargo, más allá de su relevancia y pertinencia histórica, en el momento en que el discurso LGBTQ+ habla del Otro tiende a convertirse en consigna política, militancia, en proclama reivindicatoria de uno mismo dirigida a los otros, otras, otres. En este punto radica la dificultad de utilizarlo como base de un programa estético: seguir la divisa queer que identifica lo personal con lo político tiende a devorar la subjetividad, lo específico e irrenunciable que tiene cada historia, en aras de un reclamo social que ahoga el carácter peculiar de la experiencia individual en el caldo de cultivo de un simulacro. es razonable preguntarse sobre la posibilidad de construir una propuesta estética que, al mismo tiempo que refleje verdades particulares subjetivas, avance en el reclamo emancipatorio.
En este contexto, la incipiente obra de Ángel Cammen (Nuevo León, 1997), se afianza en un doble reto. Por una parte, deconstruir “la heteronormatividad que hay en mi forma de ser”, fuente del malestar de una presencia identitaria que se percibe a sí misma como incompleta, incómoda y dañada, pero cuya sensibilidad extrema le permite no ser indiferente ante “un plato sucio” y, por la otra, la resignificación de las relaciones familiares, el reconocimiento del espacio doméstico como inicio y prolongación de las relaciones humanas, así como la búsqueda imaginaria del hogar perdido, ese resguardo seguro de la infancia.
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