Por Christian Gómez
Las pinturas de Manuel Mathar (Mérida, Yucatán, 1973) demandan una observación que se extienda más allá de un instante. En principio, ofrecen imágenes que abrevan de las tradiciones pictóricas del retrato, el bodegón y la naturaleza muerta, mediante ejemplos notables de trabajo con el color, la luz y la sombra. Sin embargo, este imaginario figurativo y realista que nos plantea como punto de partida comienza a tornarse extraño: al tiempo que los gestos van revelando una inquietante ilegibilidad, las escenas abandonan su familiaridad para sugerir situaciones inesperadas.
Con una práctica pictórica que se remonta a finales de la década de 1990, el artista ha explorado diversos problemas del medio, entre los que destacan el trabajo de la iluminación y la reflexión sobre las fuentes visuales. Como en otras series, en ésta aparecen personajes y elementos de su entorno inmediato, como familiares, amigos y colegas, quienes guardan relaciones poco obvias con los objetos que los acompañan.
En un proyecto anterior, Memorias de un futuro, un país en otro país, el artista se planteó la tarea de trabajar en 72 piezas a partir de los principios del libro Psicología del color, de la socióloga y psicóloga Eva Heller. En él, la autora propone 135 láminas de colores que describen diversos sentimientos y emociones. Ese uso razonado del color permitió al artista explorar un vínculo emocional con la ciudad de Mérida, Yucatán, de la que es originario y a donde regresó a vivir y trabajar hace algunos años. A partir de dicha investigación, reflexionó sobre la luz, pero también acerca de la pertenencia a un territorio y de los procesos de introspección, así como sobre las memorias personales y la manera en que se constituyen como productoras de imágenes.
En el cuerpo de obra que se exhibe en Proyectos Monclova persisten el pensamiento de Heller acerca de la creación de atmósferas de color –desde temáticas más personales– y la relación con el territorio. De vuelta de algunos meses de trabajo en España, donde Mathar adquirió una serie de óleos ligeramente apastelados, en esta serie exploró con ellos la luz de Mérida. En la ciudad de la península, según observa, al no haber cerros ni montañas, durante un momento de la tarde se produce una suerte de sensación cinematográfica, de cierta artificialidad, como si se tratara de un montaje. A partir de esa idea, y desde una ciudad donde los colores pastel caracterizan las calles, ha pensado en la construcción de sus pinturas como un director de cine hace con su paleta de color.
En ese sentido, el recurso pictórico del retrato es también concebido como un montaje. Al igual que en el cine, las comedias de situación o el teatro, existen un par de escenarios –por ejemplo, el entorno doméstico del artista– que constituyen la atmósfera para las diferentes historias. Sin embargo, la obra de Mathar es acerca de las sensaciones y las atmósferas antes que sobre las narraciones. Las historias están en potencia, son provocaciones para la imaginación de quien mira. Como en los sueños, es más potente la sensación que el recuerdo específico.
La perspectiva cinematográfica adquiere pertinencia para pensar en otro elemento importante en estos trabajos: se trata de la fotografía, fuente que los alimenta. En algún tiempo, sus pinturas tenían como punto de partida fotografías impresas; actualmente, provienen de fotografías en pantallas digitales. Sin embargo, la obra no se centra en una reflexión acerca del medio pictórico a partir de la imagen analógica o digital, sino sobre la manera en que dichas herramientas se han incorporado, en tanto espacios de pensamiento del color que alimentan el proceso pictórico.
“La pintura atiende a la luz y a su manejo. Los colores son un espectro de las posibilidades para entenderla. Eso es una idea técnica porque es la naturaleza la que provee los colores. En la fotografía eso está muy regulado: se pueden usar filtros y hay cuestiones técnicas que permiten modificarlos. Ahí me doy cuenta de que no es la fotografía verdaderamente donde apoyo mi trabajo; es meramente una herramienta, como un pincel grueso o delgado, o una marca de óleo. Se entiende que mientras mejor se usen las herramientas, mejores resultados puedes tener, pero el principio es siempre la pintura. La fotografía son mis bocetos”, explica el artista.
A la pintura de Mathar la alimentan, pues, el cine y la fotografía, pero también la noción de improvisación, que proviene de su experiencia en la música experimental con el colectivo Los Lichis, que integró desde 1997 con José Luis Rojas y Gerardo Monsiváis. Como resultado, ofrece composiciones donde la aparente naturalidad se revela extraña, como unas patas de pollo en un vaso de leche. Los perros cambian de escalas y toman posturas imposibles; los gestos de los sujetos retratados se vuelven ilegibles. Las pinturas son construcciones entre fotografías y elementos incorporados que vienen de un archivo de otras imágenes. Con estos montajes, el artista apela a la interpretación y a la construcción de narraciones más complejas, siempre a cargo del espectador. Los elementos se convierten en símbolos; los personajes están leyendo algo que está a punto de hacerlos cambiar; señalan con el dedo a quien los mira, para interpelarle.
La sensación de extrañeza dialoga con experiencias como la que Mathar ha tenido viviendo en Mérida, donde conoció la palabra insilio: un término que no existe en el diccionario, pero que sirve para denominar lo contrario al exilio; una forma de irse sin moverse de un sitio físico, o de quedarse sin estar en realidad. Es el encierro/destierro en uno mismo.
“El exilio tiene connotaciones políticas; el insilio no: las fronteras pueden ser repúblicas internas, que vendrían siendo estados emocionales. También pensamientos o conductas. Estos periodos de exploración pueden generar mapas personales, un proceso de introspección y de observación. En ese sentido, puede ser un silencio parlante, puede usarse como constructor de imágenes, una vista a vuelo de pájaro”, apunta el artista.
Esa sensación puede equipararse con lo que hace la pintura, que parece silenciosa, fijada y que puede leerse de un vistazo, pero que se revela como un territorio de búsqueda donde aparecen distintos tiempos, fuentes y narraciones en potencia. Es desde ese silencio parlante, desde esos mapas personales y de introspección, que Manuel Mathar ofrece estas obras.